La historia de esta prenda se inicia con una técnica antiquísima que, sin destruirlos, extrae los hilos de los capullos elaborados por los gusanos de seda. A partir de ahí, un proceso artesanal convierte esos hilos en suntuosas telas. Los chinos fueron los inventores del tejido de seda, cuya fabricación guardaban como un gran secreto ante el resto de países interesados en arrebatarles la manera de obtener el tejido más sofisticado que hasta hoy en día se conoce.
La preparación de la seda era un secreto de estado que se castigaba con la pena capital a aquel que intentase sacar los gusanos fuera de China.
Cuenta una leyenda que una princesa casada por motivos políticos en contra de su voluntad con un Khan bárbaro, llevó hasta Occidente, como venganza, un paquete con huevos de gusano escondido en su complicado peinado. Con este tejido se elaboraban túnicas, kimonos, colchas y colgaduras que se utilizaban como decoración en las casas y que las mujeres se dedicaban a bordar con diferentes motivos florales, animales y escenas de un gran simbolismo. Estas manufacturas eran transportadas hasta Filipinas por los mercaderes chinos. En Manila fueron vistas por los comerciantes españoles del siglo XVI, que los describieron como compuestos de fina y no retorcida seda, blanca y de los más brillantes colores, lisas algunas y otras bordadas con las más extrañas figuras, colores y modelos. De esta manera no pudieron sustraerse a la tentación de incluirlas entre las mercaderías que seguían la denominada ruta de los Galeones de Manila y que hicieron posible la llegada de productos chinos a la por entonces metrópoli española, Sevilla.
En nuestro país, estos tejidos se hicieron inmensamente populares por su delicado tacto, la exquisita combinación de colores y los elegantes bordados orientales como las cañas de bambú, dragones y templos característicos de Asia. Poco a poco, se sucedió un proceso de transformación de esta prenda adaptándola al gusto español y modificando su función primigenia. El mantón que originariamente se empleaba como cobertor o tapiz, pasará a convertirse en uno de los complementos más característicos de la indumentaria femenina española. De forma cuadrada y bordado con motivos orientales, el mantón de Manila se realizaba en seda con hilos también de seda. Se ejecutaba en colores variados, siendo los más clásicos el negro y el marfil, si bien posteriormente se fueron introduciendo toda una gama de tonalidades obedeciendo a las distintas modas. La decoración de esta prenda llevaba implícito un largo proceso que se iniciaba con el diseño de los diferentes motivos que se habían de traspasar al mantón. Para ello se realizaba el dibujo sobre un papel que se perforaba. Posteriormente, se pasaban unas tizas sobre estas plantillas perforadas, dejando una impronta en la tela. Seguidamente, se colocaba sobre el bastidor para proceder a bordarlo. La técnica empleada era generalmente la del bordado a matiz o acu pictae (pintura de aguja), ya que consigue efectos muy similares a la pintura y dentro de ella la de bordado plano, con puntos de matiz chino, pasado plano y cordoncillo. El mantón se culminaba con la colocación de los flecos o flecado. Este elemento, heredado de los árabes, se realizaba con hilos de seda y se trabajaba con la técnica de macramé. La flocadura es un componente fundamental para fechar estos textiles, ya que los más antiguos se ejecutaban con flecos pequeños y simples, mientras que a partir del siglo XIX el desarrollo del macramé permitió una mayor complicación y belleza de estas pasamanerías. El flecado, una de las labores textiles más complejas y vistosas, consiste en un dibujo a base de nudos, formados manualmente. En un principio los flecos eran previamente urdidos en el mismo mantón. Posteriormente, como es el caso de la prenda que comentamos, se realizaba la flocadura y luego se unía al pañuelo por medio de pequeñas puntadas. Considerado como un artículo de lujo, fueron primero las mujeres más pudientes las que utilizaron este pañuelo bordado, pero a partir del último tercio del siglo XIX, su uso se generalizó entre todas las clases sociales, convirtiéndose en un accesorio imprescindible entre las damas decimonónicas. Joaquín Vázquez Parladé atribuye al mantón un origen mejicano. Según este investigador el mantón de Manila es una pieza de vestir tardía y las primeras que empezaron a usarlas fueron las mexicanas. En Nueva España la seda y el bordado de estos textiles eran industrias importantes. Prueba de ello es que a principio del siglo XVIII existían los denominados trajes de “china poblana” profusamente bordados con grandes flores de fuerte colorido y diseño chino. Asimismo, Acapulco fue el puerto donde desembarcaban los galeones de Manila. Allí se efectuaban las compras en una 5 feria anual que las distribuía por toda Nueva España
Caroline Stone, gran estudiosa del mantón de Manila y autora de uno de los textos del catálogo de una exposición sobre esta prenda, plantea un ensayo de cronología de este pañuelo desde 1820 hasta finales de siglo, a partir de sus materiales y diseños (STONE, 1998:47-51). De 1820 a 1830 los mantones se bordan sobre una tela fina. Se emplea una cenefa sencilla y bordados de flores pequeñas. No aparecen todavía animales ni otras escenas. Los flecos son tenues y se sacan del propio mantón, sin emplear el macramé. De 1840 a 1850 la cenefa se va haciendo más ancha y sus elementos decorativos se basan en flores pequeñas, mariposas, guirnaldas, letras taoistas y escenas rústicas e idealizadas de la vida china. Los flecos tienen una dimensión de 10 a 20 centímetros. De 1850 a 1860 se bordan las cuatro esquinas y el campo del mantón se llena de flores, mariposas y otros pájaros. El fleco alcanza 20 centímetros de longitud. De 1870 a fin de siglo se puede apreciar un horror vacui en la decoración de los mantones. El dibujo es más elaborado y va desapareciendo la flora exótica, representándose dos esquinas con chinos y pabellones y otras dos con aves y flores. Es en este momento cuando aparecen los mantones con caras con aplicación de láminas de marfil. El fleco adquiere más importancia llegando a alcanzar hasta 50 cms. Para que el mantón llegara a nuestro país en óptimas condiciones tras su largo viaje, en Filipinas se realizaron unos suntuosos estuches. Este embalaje consistía en cajas de forma cuadrangular ejecutadas en madera lacada y dorada, con incrustaciones de madreperla y decoradas con motivos chinescos. En su interior contenían una caja de cartón entelado que posibilitaba la correcta colocación de los mantones. Estas cajas son actualmente muy escasas ya que muchas de ellas se convirtieron en muebles, generalmente veladores.
Los mantones se decoraban fundamentalmente con elementos vegetales y animales propios de la cultura china, todos ellos cargados de un gran simbolismo. Entre los motivos vegetales se encuentran: la flor de loto (simbolizando las altas virtudes, la elegancia y la pureza), la flor del cerezo (heroísmo y valentía), el crisantemo (la alegría), la orquídea (humildad, delicadeza y virtud), la azalea (la elegancia y la salud), el clavel (el amor materno), la peonía (símbolo de la emperatriz) o el tronco retorcido de tres árboles: pino, bambú y ciruelo (encarnando la longevidad muy relacionada con la personalidad del emperador, así como con las tres religiones de China: Confucionismo, Taoísmo y Budismo). Entre los símbolos animales se encuentran: el dragón (representación del emperador, simbolizando la autoridad y la protección divina), el faisán (las realizaciones del emperador y la belleza), la grulla (la longevidad), las ocas (la normalidad conyugal), las mariposas (la felicidad y la alegría), el ave fénix (símbolo de la emperatriz, la feminidad y la prosperidad) o el pavo real (la dignidad y la belleza). En relación al pavo real, animal que se representa de forma destacada en nuestro mantón, existe una leyenda china (STONE, 1998:68) según la cual la hija de un general del siglo VI d.c., pintó un pavo real en un biombo y poniéndolo a lo lejos, en un jardín, invitó a sus pretendientes a competir en el tiro al arco diciendo: “Me casaré con quien dé en el pavo con dos flechas seguidas”. Fue un soldado totalmente desconocido quien sacó los ojos al pavo con sus dos primeras saetas y se casó con la doncella. Mas adelante fue el primer emperador de la dinastía T’ang.
En el mantón objeto de nuestro estudio, se representa en dos de sus esquinas la Ceremonia del té. Los orígenes del té se pierden en múltiples leyendas, pero parece encontrarse entre las primeras bebidas preparadas por el hombre, hace 5.000 años. La leyenda China atribuye su descubrimiento al emperador Shen (o Chen) Nung, el cual habría ordenado como medida higiénica que se hirviera siempre el agua antes de ser bebida. En una ocasión en que descansaba bajo la sombra de un árbol silvestre de té, unas hojas cayeron sobre su agua provocando una infusión que le hizo sentirse revitalizado. El té pronto pasó de ser una infusión medicinal a una bebida refinada y aristocrática, asociada a la poesía y la elevación espiritual. Los chinos iniciaron la costumbre de ofrecer té a los invitados desde el siglo VI a.c. como un símbolo de amistad, hospitalidad o bienvenida. A partir de ahí se puso en marcha un ritual que convirtió el hecho de tomar el té en un acto social y refinado. La ceremonia del té se llevaba a cabo en una casa especialmente dedicada a ello (sukiya), dividida en diferentes estancias: una sala de ceremonias, propiamente dicha (cha-shitsu), una sala para los preparativos (mizu-ya), una sala de espera (yoritsuki) y un camino de acceso (roji) flanqueado por un jardín, que acababa en la puerta de la casa de té. Dicho edificio solía estar situado en una zona arbolada. El ritual normal del té, con una duración de unas cuatro horas, estaba dividido en diversas fases: Una comida ligera o kaiseki, una pausa intermedia denominada nakadachi, a continuación de la cual tenía lugar la fase principal o goza-iri en la que se servía un tipo de té espeso. La ceremonia concluía con el usucha o fase final, en la que se tomaba té claro.
Ya a comienzos del siglo XIV, China empezó a comerciar con diversas repúblicas italianas a través de la Ruta de la Seda. Este hecho propició que antes de finalizar el siglo XVI, los objetos chinos circularan con profusión por Occidente. En 1553 los portugueses se instalan en Macao y en las primeras décadas del siglo XVII los holandeses se asientan en Formosa (actual Taiwán). Para facilitar el comercio entre los países europeos y los del lejano Oriente, se crearon grandes corporaciones mercantiles llamadas “Compañías de las Indias Orientales”. Estas compañías se establecen durante los siglos XVII y XVIII en diversos países que contaban con sus propias Compañías de China: Gran Bretaña, Estados Unidos, Portugal, Suecia, Bélgica o España. Sus empleados extranjeros, al igual que los de la Compañía de Filipinas española, estaban confinados en las trece factorías (hongs) de Cantón desde el siglo XVII. El comercio exterior de China se realizaba solamente por esta provincia y a través de estos hongs que en realidad eran almacenes. Las factorías, ubicadas a orillas del río de las Perlas, consistían en filas de edificios de tres plantas en los cuales los almacenes ocupaban la primera planta, destinándose las 8 otras dos a oficina y vivienda. Eran propiedad del cohong que las alquilaba a los extranjeros. La española se llamaba Luzón (lushong) y sus operarios provenían de Filipinas, realizándose el comercio a través de la ciudad de Manila.
En relación a nuestro país, en 1564 el conquistador Miguel López de Legazpi incorporó Filipinas a la Corona española, fundándose en 1571 la ciudad de Manila. Esta urbe se convertirá en el principal centro de negocios con China. A su puerto llegaban numerosas piezas orientales que posteriormente se llevaban a España a través de la denominada ruta de los Galeones de Manila. Esta travesía comercial cubría de dos a cuatro veces por año el trayecto entre Filipinas y Sevilla, vía Acapulco, en México. Durante más de trescientos años el Galeón de Manila, también conocido como la Nao de China, garantizó el contacto comercial entre América y Europa. A diferencia de otras posesiones españolas, Filipinas no era un territorio rico en piedras preciosas ni en oro, pero en cambio era un enclave privilegiado en cuanto a su situación estratégica en el Pacífico, en el que confluían algunas rutas comerciales. Este hecho hará que se convierta en un centro fundamental en la ruta más amplia que unía esta isla con España a través de América. Alrededor del comercio que originaba el Galeón de Manila, se creará una economía global que tendrá como principal centro Filipinas. La que realizaba el galeón fue la línea marítima más larga de la historia. Además de llevar sus productos, los chinos también aprovisionaban las naves, facilitaban materiales para su construcción e incluso proveían a las guarniciones militares y llevaban alimentos a los habitantes de la capital filipina. Abanico “mil caras” con varillaje telescópico Madera, papel, pigmentos, marfil, seda y metal / tallado, calado, pintado, laminado, tejido ca. 1860 Inv. 1855 Sala IX (Salita). Vitrina 1 9 Méjico era una escala obligada dentro de la ruta de estos galeones. Al llegar la carga a Acapulco, se inventariaba y se montaba una feria-exposición donde se vendían, entre otras manufacturas, porcelanas, muebles, lacas, joyas, textiles (mantones de Manila) y sándalo. Una parte de la carga se enviaba a lomo de mulas hasta Veracruz para ser embarcada rumbo a España. De esta forma, Acapulco se incorporaba al conjunto de puertos caribeños que abastecía los mercados del Viejo Continente. El Galeón de Manila hizo posible la unión comercial, política y cultural de Filipinas con la América española durante dos siglos y medio: desde su inauguración por Andrés de Urdaneta en 1565, hasta poco antes de la independencia de México, en 1815. Por tanto, podemos considerar esta embarcación como una precursora de la globalización económica, al vincular comercialmente el Extremo Oriente con América. La especial relación entre nuestro país y Manila hizo que en España, a diferencia del resto de Occidente, se adoptaran algunos objetos y prendas, principalmente los abanicos y los mantones, hasta tal punto que hoy están perfectamente asimilados, llegando hasta nuestros días como un símbolo de identidad española. La confluencia de culturas que propiciaron estas rutas comerciales y marítimas, activas desde el siglo XV, quedó reflejada en estas ricas y exóticas manufacturas que lucieron orgullosas las mujeres españolas en el siglo XIX.
El mantón de Manila puede considerarse un claro ejemplo del influjo que ejercieron las modas burguesas en los trajes populares. En un principio, las damas de la nobleza y burguesía acogieron con entusiasmo esta nueva prenda venida del Lejano Oriente, si bien estas mujeres, seguidoras fieles de la indumentaria impuesta por París en las que el mantón era desconocido, acabaron excluyéndolo de su guardarropa. Ellas prefirieron cubrirse con prendas por entonces de moda en Francia como los chales de Cachemira. Lo cierto, es que este complemento fue paulatinamente adoptado por las féminas de las clases trabajadoras, extendiéndose su uso a los distintos trajes regionales españoles. Por tanto, el mantón de Manila se convertirá en una prenda típicamente hispana, reproducida y repetida en los cuadros de los pintores más importantes de finales de siglo, como Joaquín Sorolla, Hermen Anglada Camarasa, Ramón Casas o Julio Romero de Torres. Todos ellos retratarán reiteradamente a la mujer española luciendo este pañuelo. 10 Por su parte, la literaturatambién se ocupo de esta prenda, siendo descrita en la novela y narrativa de la época. En este sentido, cabe destacar a Juan Valera en “Juanita la larga” o Benito Pérez Galdós, el cual en su obra “Fortunata y Jacinta” hace una amplia referencia al mantón de Manila, apuntando que ya en 1885 solamente el pueblo lo conserva para lucirlo en los grandes acontecimientos: “La sociedad española empezaba a presumir de seria; es decir, a vestirse lúgubremente, y el alegre imperio de los colorines se derrumbaba de un modo indudable. Como se habían ido las capas rojas, se fueron los pañuelos de Manila. La aristocracia los cedía con desdén a la clase media, y ésta, que también quería ser aristócrata, entregábanlos al pueblo, último y fiel adepto de los matices vivos. Aquel encanto de los ojos, aquel prodigio de color, remedo de la naturaleza sonriente, encendida por el sol de Mediodía, empezó a perder terreno, aunque el pueblo, con instinto de colorista y poeta, defendía la prenda española como defendió el parque de Monteleón y los reductos de Zaragoza” (PÉREZ GALDÓS, 1994:150) Poco a poco, este aditamento fue perdiendo las señas de identidad de su origen asiático hasta convertirse en una de las más típicas vestimentas nacionales. De esta forma, podemos considerar el mantón de Manila como el resultado de una sorprendente adaptación entre la tradición China más inmemorial y uno de los más castizos atavíos españoles. Paradójicamente, esta prenda, originaria de una cultura oriental, terminó siendo un elemento sustancial del repertorio cultural hispano. Debido a la aceptación que este pañuelo tuvo entre las mujeres españolas, sobre todo a partir del último cuarto del siglo XIX, las producciones chinas realizadas para el mercado exterior se masificaron, descendiendo su calidad. Precisamente, debido a una demanda cada vez más difícil de abastecer desde el comercio de ultramar, fue por lo que se empezó a confeccionar el mantón en nuestro país. Con la llegada a España de los primeros gusanos de seda importados de China, el mantón comenzó a tejerse en talleres de Sevilla donde se adaptó al gusto andaluz, con colores más vivos y decoración floral autóctona. De los animales, flores y escenas chinas se pasó a decorarlos únicamente con flores, en particular la rosa, en relación con la pasión de Cristo; las margaritas, que evocan la paciencia; el lirio, que remite a la pureza o el romero que representa la memoria. Como principal motivo decorativo originario de China, se conservó el loto. En relación al flecado, en nuestro país esta artesanía tradicionalmente se ha llevado a cabo en el pueblo de Cantillana (Sevilla), donde hay constancia de la existencia desde el siglo XIX de varios talleres que se dedicaban a la realización de enrejados de flecos de seda para los mantones. Durante el periodo de la Regencia de Mª Cristina (1885-1902), el mantón de Manila llegó a su apogeo, siendo utilizado principalmente por las clases populares en las verbenas, paseos, corridas de toros y otros espectáculos públicos. Esta prenda pasó rápidamente a formar parte de la indumentaria de las “chulas” madrileñas. El traje que la chulapa se ponía a diario tiene su origen en el que utilizaban en Madrid a finales del siglo XIX las mujeres trabajadoras, como era el caso de las modistillas o las cigarreras. Esta vestimenta consistía en una larga falda de percal, ceñida en las caderas y con amplio vuelo, muchas veces adornada con volantes e incluso cola, blusa con mangas de farol, zapato bajo de charol sobre fina media negra y mantón de percal negro con flecos largos (cuanto más largos más lujoso se consideraba el pañuelo). Para los días de fiesta y verbenas lucían el mantón de Manila realizado en crepé de seda y profusamente bordado.
Texto tomado del Museo del Romanticismo